miércoles, 20 de marzo de 2013

Toma la ruta.

Sintiendo en el cuerpo los zurriagazos del tiempo, se recostó en la silla siempre impersonal de los buses, tocando con la yema de sus ya ajados dedos, el frío de los rostros, de la vida, de su ventana, mientras la oscuridad ubicua le devolvía la mirada como invitando a la inercia, incitando a la nada.

En medio de ese vetusto azur de los cielos nocturnos, una luciérnaga se posa: una casa, muchas después; y quiso una de ellas, soñó con adornarla con lucecitas de neón robadas de los bares, con cigarrillos que botó gritando "nunca más", pensó en sus futuros vecinos estelares deambulando sobre el humo de su ruta, besando las nubes...

En medio del paroxismo, se estremeció, sacudió su cabeza, y sus ojos atónitos descubrieron el origen de su dulce constelación habitable: Un reflejo imprevisto sobre el cristal de aquello que a su vista se ocultaba; el manantial de las lágrimas y de los miedos, las lumbres felices por la coca y la sangre, el pesebre humano de focos amarillos de 80 W...

La ruta aceleró buscando la siguiente estación, y después del vacío sólo quedó otro mayor por la febril ilusión de haber contenido algo más que nada. Y así quedó, dormitando bajo el susurro de las llantas, esquivando las palabras del mundo con una triste, triste canción... Durmiendo queriendo soñar, soñando lo que quiere real y queriendo la realidad dormida. Última estación.